La desgracia de ser ciudadano
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En la antigua Grecia sería un orgullo. Cierto que no para todos, sino para los considerados libres, que no eran muchos. Había que descontar metecos, extranjeros, mujeres y esclavos. Con el “perfeccionamiento” de la democracia fueron sumándose casi todos estos sectores, los cuales ganaron en derechos, en especial, el del sufragio universal. Pasar de democracia directa a representativa también fue considerado un triunfo para los teóricos de la democracia, de sus defensores. Pero en la actualidad los ciudadanos no somos libres y tampoco estamos orgullosos de serlo. Y cuando hablo de ciudadano, quede claro, hablo de ciudadanos de a pie. Hay otros que, perfectamente, pueden ser considerados como tales, porque tienen derecho al voto, como los de la antigua Grecia. Viven en las ciudades y en los pueblos, y son libres, porque no están sujetos a casi ninguna norma o ley, y además lo hacen de puta madre.
Al margen de esas honrosas –que no honestas- excepciones, ser ciudadano en los tiempos en que corren en más una desgracia que un orgullo. Un orgullo sería, por ejemplo, ser un tiburón o un tigre, libre, fuerte, dominador, sin nada ni nadie lo suficientemente capacitado como para quitarle el espacio y la comida. En cambio, a nosotros el espacio y la comida nos lo quita el más tonto, ni siquiera el más fuerte, porque hemos construido un modelo de civilización en el que muchos tontos tienen más poder que los fuertes. Tontos y malos. Decía Rousseau–en uno de los mayores despropósitos que he leído jamás- que el hombre es bueno por naturaleza, pero que la sociedad lo corrompe. Y pregunto yo a Rousseau, ¿si el hombre es naturalmente bueno, de dónde procede el mal que se origina en su comunidad más elemental? ¿Surge solo? A mis años, que no son muchos en comparación con los que tiene el mundo, he visto tanto mal en mujeres y hombres que cuesta demasiado creer en eso de que el mal es una cuestión social. Es más fácil creer en Dios o en los Reyes Magos antes que en el origen social del mal y la bondad natural del hombre. Los que nos hemos dedicado a la enseñanza o hemos tenido niños pequeños con amigos sabemos de sobra que de eso nada. Que hay muchos niños que son inocentes… pero no todos. Quizá la mayor tragedia de la existencia –a menos a nivel personal- haya sido precisamente comprobar cómo en muchos menores ya se vislumbra una maldad que asusta. Necesariamente te planteas: si este niño tiene esa maldad con 6 años, ¿cuánta no tendrá a los 45? Alguien podrá argumentar que esa maldad infantil (joder, con la expresión) es el resultado de una socialización traumática, deficitaria o incompleta, y que con métodos adecuados puede ser corregida. Pero, por esa regla de tres, si al terrible infante lo tratamos con nuestros métodos socialmente terapéuticos existe un innegable riesgo de que, a su maldad pueril le sumemos y combinemos la nuestra, siguiendo a rajatabla la teoría de Rousseau. Y entonces el resultado puede ser ya peor que el del mismo demonio. Reconozcamos que viviendo y conviviendo en esta jungla de buenos, malos y peores, es extremadamente difícil que los buenos –admitiendo que el paradigma absoluto del bueno exista- se nos puedan presentar como un modelo a imitar, una vez que no paramos de contemplar cómo los malos y los peores son los que triunfan, los que mejor viven, los que siempre ganan, los que salen en tele, los que pagan menos impuestos y los que cometen la mayoría de los delitos impunes. Y hay otros peores aún que ni siquiera son famosos, que no conocemos, que pasan desapercibidos, pero que se las traen igual o peor. Si hay algo que detesto del Dios cristiano es su infinita misericordia. Que perdone a los buenos, tiene un pase. Pero que los malos corran la misma suerte me parece una injusticia, que deja a la existencia humana en manos de la amoralidad más absoluta. Y no quiero que esto se interprete como un alegato a favor de la venganza. Pero la venganza es más humana que el perdón. Podrá ser cruel, no lo niego. Pero perdonar a los malos es peor. La fábula más desafortunada de la Biblia es la del Hijo Pródigo, con diferencia. Eso de que hay más alegría en el Cielo por un reconvertido que por 99 justos, me parece una novelería, además de una profunda injusticia. En definitiva, veo más “humanidad” en cualquier reportaje de National Geographic que en cualquier guerra, manifestación pacifista, corrida de toros y movida antitaurina. Como dice un colega mío, los perros son más güena gente.
JUAN CARLOS ARAGÓN
Los niños de 6 años malos lo son por imitación. Normalmente porque un familiar es cruel, violento, injusto, duro y malvado con él. No de nacimiento.