El juego del lacito: tú lo pones, yo lo quito
No me negarán que vivimos en un país en el que el porcentaje de gansos es superior al de pobres, y lo peor es que hay pobres que también hacen el ganso, aunque sin duda es más grave hacerlo siendo rico.
El aburrimiento y la banalidad del verano alcanzan su máxima expresión en la crispación política por hechos más propios de una comunidad de vecinos que de un movimiento nacionalista. Como en verano la tele te obliga a estar continuamente zapeando, resulta inevitable detenerse en cadenas que informan que el tinto de verano, la playa y el gastrobar no son suficientes para disolver las ganas de hacer el ganso. Asisto con estupor al affaire del lacito amarillo y lo único que celebro es que la bufanda del Cádiz contenga también el azul, menos mal. De no ser así, hasta La Tacita podría verse envuelta en tamaña pollada.
Confieso que siempre me ha parecido de cuplé la moda de los lacitos. Absolutamente gregaria y respetable, lamento que no me inspire más que burla. Quizá la causa no, está claro. Pero los lacitos me recuerdan a los silbatos de la Copa del Pito, sobre todo cuando se convierten en materia de conflicto. No reservo este artículo para un cuplé porque ya lo hice en La Guayabera (y en Un Peasso Coro, aunque no se cantó)… y porque esto de vivir en un país tan párvulo ya empieza a darme corte.
No sé si folla menos el que pone los lazos que el que los quita pero, en cualquiera de los casos, ninguno de los dos folla bien. Petar Catalonia de lacitos amarillos para reivindicar —no sé si la in-dá-pen-den-ciá o la libertad de los presos políticos— pone en evidencia la imberbe y pava catadura revolucionaria de muchos catalanes. Y generalizo porque quien no los pone se opone, que no es lo mismo pero es igual. ¿Se imaginan al Ché Guevara repartiendo pegatinas con la estrella de cinco puntas en Cuba por las plantaciones de tabaco? El simbólico lacito es pacífico, no lo niego. Pero plantear causas contra el Estado con lacitos es como poner una bandera en el balcón para confirmar que ahí vive un español: una pluscuamperfecta carajotada. Y como vivimos en un país saturado de creciente carajotismo, no podemos evitar ni lo uno ni lo otro.
Aunque siempre he manifestado mi expresa comunión con el derecho de autodeterminación de los pueblos, dudo que consiga su autodeterminación un pueblo que pone lacitos amarillos. Del mismo modo, también dudo que el pueblo que los quita acabe con el sentimiento independentista del pueblo que los pone. El Estado es el único que respira tranquilo, pues viendo que la movida va de lacitos, flipa aprovechando la peleíta para subir la luz y la gasofa. Creía que no había nada más inútil que el diálogo con el Estado para pedirle aquello que nunca te dará. Pero lo de los lacitos, además de inútil, delata una conciencia más posmoderna (en el sentido vacío del término) que independentista. Y, por supuesto, quitarlos también delata una conciencia más bronquista que patriota. Insisto. Quienes follan bien no pierden el tiempo que les sobra, ni poniendo lacitos amarillos ni quitándolos. Y lo peor es que ya se están escapando mutuas hostias a cuenta de los lacitos. Flipo con mi país, incluyendo a Catalonia… o sin incluirla, da igual. Lo único que me agobia es que el amarillo siempre lo asocié al cuello del cadista, y ahora cuando veo la bufanda amarrada en la litera del niño temo que un día entre en mi casa un anti secesionista ibérico, vestido como un apicultor, se confunda y me la quite (es broma: en mi casa no permito la entrada de gente así).
Uno de los más claros síntomas de la estupidez colectiva es la militancia activa en las polladas simbólicas, y esta es una de las más grandes que he visto. Los colores son para pintar, para decorar, para alegrar la vida. Para pedir la independencia, la libertad o la unidad siempre me han parecido como el diálogo. Si las palabras no sirven para poner de acuerdo a quienes nunca van a estarlo, los lacitos representan un peldaño más en la escalera que conduce a la cumbre de la estupidez.
La tercera parte de la pollada es que la sobredosis informativa la normaliza, e incluso termina provocando adhesión o rechazo en aquellos que tienen un problema sexual y no son conscientes: da igual que el lacito te lo amarres en la polla que en la ventana de tu ayuntamiento. Y, si me apuras, la adhesión o el rechazo solo viene a certificar que la Reconquista fue un fracaso. Echamos a los moros pero a costa de quedarnos nosotros que, sinceramente, creo que fue lo peor que pudo pasarle a este país.
JUAN CARLOS ARAGÓN
Si me dan a elegir prefiero los lazos a las bombas. Antaño otros independentistas "imberbes" o no, sembraron el terror por motivos similares. Cuando alguien habla y el otro no quiere escuchar, las palabras de poco sirven. Prefiero los lazos y si son amarillos, mejor.
Una síntesis certera y de fácil comprensión. ¡Admirable ingenio!
Si ves bien que el espacio público se llene de basura (que pagamos entre todos por allí arriba) y que no se penalice el ponerlos pero sí el quitarlos, mal vamos. Supongo que también estarás de acuerdo con los toques de queda de Vic. O las marchas nocturnas de antorchas. Todo muy democrático.