Ir a San Mamés. Cosquillas en el estómago. Un temblor, que desconocía. Un hoyuelo de dulzura en el pecho y un insomnio, - nivel Dios-. Zurito va, zurito viene. Mi primera vez en San Mamés. Toda la vida me la imaginé vestida de rojiblanco y con banderas en las manos. Fue distinto. Lo vi vestida de gala, en el mismo lugar en el que habitualmente se encuentran aquellas leyendas de nuestro club: hecha una pelota de nervios, viéndoles de cerca con la mirada perdida y entusiasmada, como niña que recién descubre cosas nuevas.
El mejor caballo de carreras no podía seguir el ritmo de mis latidos. Bah, ¿qué latidos? ¡Taquicardias! El Txopo Iribar a metros y volamos a la estratosfera.
Ahí estaba. A minutos de escuchar por primera vez ese himno que te cuela hasta los huesos, en la Catedral. Esa misma que vi durante años en televisión... Banderas. Cánticos. Respeto. Familia. Amor...
Ese césped me parecía una mesa de billar. Tan armonioso y perfecto, que asusta. ¡Yo no sabía que para tocar el cielo con las manos primero tenía que tocarlo con los pies! Su aroma a institución, sus aires de singularidad, su calor acogedor, que pese a la lluvia te dice que en donde estás, es tu hogar.
El resultado fue como un éxtasis. Había que contener a la liebre enjaulada. Abrazos entre desconocidos. Un beso y un "te quiero". El gesto de orgullo que hasta el propio presidente Elizegi esbozó.
Un amor perpetuo. Un matrimonio para toda la vida.
Un puño en alto.
San Mamés.
Lluvia.
Athletic Club.
Aitite, llegué.
¡Victoria!
Por Julieta Pérez Compagnucci, periodista y athleticzale
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